Como muchos términos científicos modernos, este ha sido tomado del inglés biodiversity aunque todavía no se lo ha incorporado al diccionario de nuestra lengua. Lo cual se explica por el rezago científico y tecnológico de las sociedades atrasadas de habla castellana con respecto a las de habla inglesa, alemana o francesa de los países industrializados, dado que el lenguaje es uno de los reflejos del desarrollo cultural de los pueblos.
Con la palabra biodiversidad se designa, en >ecología, al conjunto y variedad de los genes, las especies animales y vegetales y los microorganismos de una región que son el fruto de millones de años de evolución natural y de centenares de miles de años en que el hombre ha dejado la impronta de su acción sobre la naturaleza en su continuado esfuerzo por adaptarse a ella y dominarla.
La biodiversidad o diversidad biológica comprende tanto la modificación de los genes dentro de las especies, para producir distintas variedades genéticas, como la pluralidad de las especies mismas, que hacen que unas regiones sean más opulentas que otras en variedades bióticas. Ella implica, por tanto, una enorme variedad de formas de vida, de roles ecológicos y de diferencias genéticas en las plantas, los animales y los microorganismos dentro de un espacio físico determinado.
La biodiversidad de un ecosistema se mide por la heterogeneidad de las especies, es decir, tanto por el número de ellas que habitan en una área como también por su abundancia relativa.
Desde el punto de vista taxonómico, en el planeta hay unos lugares más ricos que otros en variedades de especies. Por ejemplo, en la región amazónica —que es el bosque tropical y húmedo más grande del globo y el mayor sistema hidrográfico, con la quinta parte de la reserva de agua dulce del planeta— la biodiversidad es tan rica y heterogénea que en una milla cuadrada de selva hay más especies animales y vegetales que en los territorios de Estados Unidos y Canadá juntos.
En 1997, después de haber realizado trabajos de campo en más de veinte países tropicales, Russell Mittermeier, a la sazón presidente de la entidad ambientalista Conservación Internacional, identificó en su libro “Megadiversity” 17 países en los que está concentrada la mayor biodiversidad del planeta. Casi todos esos países son condóminos de la hoya amazónica. Son países que tienen una impresionante “megadiversidad” en plantas, aves, mamíferos, anfibios y en los ecosistemas fluviales y marinos.
En Ecuador, por ejemplo, hay 324 especies de mamíferos, 1.559 de aves, 710 de peces, 409 de reptiles y 402 de anfibios. Esto significa que en un pequeño país de 256.370 kilómetros cuadrados existen más especies de aves que en todo el territorio de los Estados Unidos, más especies de peces que en los mares de América del Norte o Europa y más especies de anfibios que en todo el territorio europeo. Esto sin incluir los antrópodos (insectos, arañas, crustáceos). Y hay 20.000 especies de plantas vasculares. Lo cual significa que con tan sólo el 0,17% de la superficie terrestre posee más del 11% de todas las especies de vertebrados (mamíferos, aves, anfibios y reptiles) del planeta. Tan opulenta megadiversidad y riqueza de paisajes, belleza y ecosistemas se deben a que Ecuador, situado en pleno Trópico de Cáncer de la América del Sur, está atravesado por la cordillera de los Andes que divide su territorio continental en tres grandes regiones: la costera, la altiplanicie andina y la amazónica, dentro de las cuales se dan una multitud de climas y microclimas y una gran cantidad de ecosistemas. Además recibe la influencia de dos fenómenos oceánicos: la corriente cálida y húmeda de El Niño, procedente del norte, y la corriente fría y seca de Humboldt, que viene del sur. Su región insular está principalmente compuesta por el archipiélago de las Galápagos, situado en el Océano Pacífico a 972 kilómetros de distancia de sus costas, bajo la línea ecuatorial, que es también una zona muy rica en biodiversidad y endemismo.
Las islas Galápagos son un archipiélago de origen volcánico que emergió sobre la superficie del mar hace aproximadamente cinco millones de años. Tienen 7.880 kilómetros cuadrados de superficie, repartidos en trece islas mayores, seis pequeñas y numerosos islotes. Están situadas en el Océano Pacífico, bajo la línea ecuatorial, a 972 kilómetros al oeste de las costas de Ecuador en América del Sur. Cuatro de las islas mayores están habitadas: Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela y Floreana.
El aislamiento del continente y otros factores les han permitido tener un endemismo extraordinariamente alto, que no puede compararse con el de otro lugar del planeta. La tercera parte de la vegetación terrestre, el 90% en los reptiles, el 80% de los mamíferos y el 20% de los peces son endémicos.
Descubiertas por el obispo de Panamá Tomás de Berlanga en 1535, a bordo de un navío al que las corrientes marinas desviaron de su ruta entre Panamá y Perú, aparecieron por primera vez en la carta de navegación formulada por el geógrafo y cartógrafo flamenco Abraham Ortelius en 1570 y el emperador Carlos V de España envió a las islas la primera misión científica, dirigida por el capitán siciliano Alexandre Malaspina. Hasta principios del siglo XIX algunas de ellas sirvieron de refugio a los piratas ingleses que asaltaban los galeones españoles que transportaban el oro y la plata desde América del Sur a España.
El gobierno de Ecuador tomó posesión de ellas y las anexó a su territorio el 12 de febrero de 1832 y las denominó Archipiélago del Ecuador. En 1979 la UNESCO las incorporó a la lista de los bienes del Patrimonio Natural de la Humanidad.
Las fascinantes islas Galápagos, donde el tiempo parece haberse detenido, fueron el principal laboratorio natural en que el sabio inglés Charles Darwin (1809-1882) investigó los fundamentos de su teoría de la evolución que expuso en su obra “El Origen de las Especies” publicada en 1859, cuyos 1.250 ejemplares de la primera edición se vendieron el mismo día de su aparición.
Desde ese momento las islas despertaron el interés de la comunidad científica mundial.
Con el propósito de proteger los ecosistemas, la biodiversidad y la belleza incomparable del paisaje insular, mi gobierno aprobó en 1992 un plan integral para el manejo de los recursos marítimos y turísticos de las Galápagos.
Para el antropólogo norteamericano Russell Mittermeier la defensa de la biodiversidad es el desafío más importante de nuestro tiempo porque su destrucción implica un proceso irreversible de liquidación de >ecosistemas enteros.
Bien dice el joven biólogo ecuatoriano Andrés Vallejo Espinosa, en su libro “Modernizando la Naturaleza” (2003), que “la pérdida de la biodiversidad ocupa un lugar preponderante en la agenda del ambientalismo mundial. La Comisión Mundial para el Desarrollo y el Ambiente (WCED, por sus siglas en inglés) plantea el asunto como uno de desafíos comunes para la humanidad y esboza la naturaleza del problema: hay un creciente consenso científico de que las especies están desapareciendo a tasas nunca antes experimentadas en el planeta”.
No hay acuerdo entre los científicos y naturalistas acerca del número de especies que existen en el mundo. La mayoría de ellos, sin embargo, se inclina por una estimación de 10 millones de especies, de las cuales menos de la quinta parte ha recibido nombre. Alguien decía que resulta asombroso que los científicos conozcan mejor cuántos cuerpos celestes hay en la galaxia antes que cuántas especies existen sobre la Tierra.
Los científicos prevén que, a menos que se reduzca la actual tasa de deforestación, durante los próximos 30 años alrededor de 60.000 especies de plantas en el planeta y un volumen aún mayor de vertebrados, insectos y seres vivos no podrán sobrevivir al actual sistema de arrasamiento de sus hábitats, tanto en los climas templados como en los tropicales.
Hay científicos que creen que estamos al inicio de un proceso de extinción de especies animales y vegetales de una magnitud que no se ha registrado en el planeta desde la desaparición de los dinosaurios.
Sostienen que, al ritmo de depredación del hombre que extingue diariamente siete clases diferentes de vida animal y vegetal, una cuarta parte de las especies podría desaparecer en los próximos cincuenta años.
Según es fácil entenderlo, el crecimiento explosivo de la población y su creciente pobreza deterioran hoy, con mayor rapidez que en cualquier época anterior, el equilibrio de los >ecosistemas y destruyen la biodiversidad. Los científicos creen que la causa principal es la devastación de los bosques tropicales, en que vive más del 50% de las 10 millones de especies que pueblan la Tierra. La tala de árboles de clima frío y caliente y la destrucción de la selva tropical, a razón de 17 millones de hectáreas por año, es la causa principal de la extinción de la biodiversidad y una de las formas más agudas de contaminación ambiental.
Por esta causa la Tierra sufre una creciente desertización.
La ingeniera forestal costarricense Doris Cordero Camacho, en su estudio sobre los bosques de América Latina elaborado para la Friedrich Ebert Stiftung en el año 2011, sostiene —con amplia experiencia en la materia— que los bosques del planeta ocupan un área global de 4.000 millones de hectáreas, de las cuales 861,5 millones hectáreas —o sea el 22%— se ubican en América Latina y el Caribe; y que “en América del Sur se encuentra el mayor bloque de bosque tropical, en la cuenca amazónica, la misma que comprende una enorme diversidad de especies, hábitats y ecosistemas”.
Precisa que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —Food and Agriculture Organization of the United Nations (FAO)—, de la extensión forestal mundial, que cubre el 31% de la superficie del planeta, 831,5 millones de hectáreas están en América del Sur, 22,4 millones en América Central y 5,9 millones en el Caribe.
Sostiene que “los bosques del mundo almacenan 289 giga-toneladas de carbono sólo en su biomasa. De estas, alrededor de 100 giga-toneladas están almacenadas en los bosques de América del Sur” —giga significa mil millones de veces una unidad de medida—, pero “la deforestación, la degradación y la escasa ordenación forestal las reducen”.
Afirma Doris Cordero que, “además de la importancia de los bosques como medios de vida para las poblaciones rurales y su rol en la conservación de la biodiversidad y el mantenimiento de las reservas de carbono, los bosques proveen otros servicios imprescindibles para la vida humana y societal, como son la regulación hídrica, la conservación de suelos, la provisión de espacios para recreación y turismo, además de ser el continente de valores sociales, culturales y espirituales asociados”.
Y pone énfasis en que “la producción maderera sigue siendo peligrosamente alta en algunos países de la región. Los bosques son gestionados principalmente mediante concesiones privadas a largo plazo, y abarcan desde extensiones pequeñas hasta grandes áreas de más/menos 200 mil hectáreas en países como Bolivia, Guyana y Surinam. En la mayoría de las concesiones, la extracción selectiva de las maderas más valiosas en el mercado es el principal objetivo que se persigue”.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en un instrumento aprobado en diciembre del 2007, definió el manejo forestal sostenible (MFS) como “la ordenación sostenible de los bosques, como concepto dinámico en evolución, cuyo objeto es mantener y aumentar el valor económico, social y medioambiental de todos los tipos de bosques, en beneficio de las generaciones presentes y futuras”, para lo cual los Estados miembros deben formular y ejecutar “programas forestales nacionales u otras estrategias de ordenación sostenible de los bosques”, teniendo en cuenta la cantidad de recursos forestales de cada país, su diversidad biológica, salud y vitalidad, sus funciones productivas y la protección de los recursos forestales de acuerdo con las demandas ecológicas y la calidad de vida de las poblaciones.
Lamentablemente poco o nada de esto se cumple en los procesos productivos de los países latinoamericanos, sea por negligencia o por corrupción las autoridades encargadas del control forestal sostenible y del manejo y conservación de los bosques, en complicidad con los empresarios privados nacionales e internacionales. Por lo cual sigue adelante la deforestación destructiva e ilegal con todos sus perniciosos efectos ambientales para el planeta.
Hace unos diez mil años, el planeta tenía un abundante manto de bosques y florestas que cubría 6.200 millones de hectáreas. Esa extensión se ha reducido, por causa de la deforestación hecha por el hombre a lo largo de los siglos, a 4.000 millones de hectáreas. Las actuales cifras de tala de árboles son alarmantemente altas, especialmente en los países en desarrollo. Los bosques tienen importantes funciones ecológicas. No sólo constituyen >hábitats para millones de especies y ofrecen alimentación para los seres vivos, sino que, a través de su metabolismo, transforman el dióxido de carbono en oxígeno y desempeñan un papel trascendental en la regulación del clima del planeta y en la protección de los suelos ante la erosión.
La vegetación verde absorbe, además, buena parte del bióxido de carbono (CO2) producido por el proceso industrial y por la quema de combustibles fósiles. Investigaciones hechas en la selva amazónica de Brasil por científicos brasileños, ingleses y australianos en 1993 demostraron que cada metro cuadrado de selva absorbe 8,3 moles de CO2, lo cual significa que la cuenca amazónica sirve de sumidero para la décima parte de las emisiones totales del dióxido de carbono producido por las actividades del hombre. Cuando se cortan los árboles, no sólo que desaparece este factor de absorción sino que además se oxida el carbono depositado en la foresta y en el suelo y, en forma de bióxido de carbono, sube a las capas superiores de la atmósfera para contribuir a la formación de la pantalla de gases de efecto invernadero que está recalentando el planeta.
El llamado efecto invernadero —que, por cierto, existió siempre pero que hoy ha crecido en magnitudes peligrosas— se produce porque ciertos gases que emanan de la Tierra, principalmente el bióxido de carbono (CO2) proveniente de la oxidación del carbono —por causa de la deforestación— y de la quema de combustibles fósiles —los derivados del petróleo, el carbón, el gas natural—, al condensarse en la atmósfera, forman una capa que impide la salida de las emisiones de calor de la superficie terrestre y origina el aumento de la temperatura del planeta. A su vez, este fenómeno produce cambios en el clima, tormentas tropicales, deshielo de los glaciares, aumento del nivel de los mares, inundaciones y otros efectos que con el tiempo pueden llegar a ser catastróficos para la vida humana.
Estudios conjuntos de la National Aeronautics and Space Administration (NASA) y la Universidad de California, realizados en una amplia zona de los glaciares de la Antártida occidental, frente al mar de Amundsen —donde se encuentran seis glaciares gigantes que bajan de las montañas hacia el mar— confirmaron a comienzos del 2014 que el proceso de derretimiento de los glaciares, causado principalmente por el aumento de las temperaturas oceánicas, había llegado a un “punto de no retorno”.
Afirmó Tom Wagner, científico de la agencia espacial estadounidense, que esos estudios “no se sustentan en simulacros de computadora o modelos numéricos” sino “en la interpretación empírica de más de cuarenta años de observaciones desde satélites de la NASA”. El científico norteamericano se refería a las investigaciones iniciadas por la agencia espacial norteamericana en los años 70 del siglo anterior.
Con base en tales investigaciones, las dos entidades científicas aseguraron que el derretimiento de los glaciares era más rápido de lo previsto y que, con el aumento del nivel de los mares —82 centímetros o más hasta el fin de este siglo— muchas ciudades costaneras del planeta tendrán que ser evacuadas en décadas venideras.
La defensa de la biodiversidad es necesaria para mantener el equilibrio de los >ecosistemas. La destrucción masiva de especies animales o vegetales afecta gravemente el medio ambiente. Se han levantado muchas voces de alarma por su degradación a causa de las actividades industriales, agrícolas, pesqueras, mineras y otras de carácter productivo. Y se ha propuesto, en sustitución de los actuales cánones de crecimiento económico, el llamado >desarrollo sustentable para que el homo sapiens pueda aprovechar en términos racionales la generosidad de la naturaleza y respete el derecho de las futuras generaciones a usufructuarla.
Con el propósito de frenar la emisión de gases de efecto invernadero se ha creado el denominado mercado del carbono, que busca evitar o reducir la deforestación, emprender proyectos de forestación o reforestación y hacer un manejo forestal sostenible a cambio de incentivos económicos, pagos, bonos o créditos en dinero. Los precios del CO2, la fijación de metas específicas de reducción y las demás condiciones de estas transacciones se acuerdan entre los oferentes y los demandantes de la disminución de gases contaminantes. En el seno de este mercado, los emisores de gases contaminantes venden sus reducciones a gobiernos, compañías financieras, grandes corporaciones y entidades ambientalistas interesadas en bajar las emisiones de gases contaminantes. El derecho a no emitir se ha convertido en un bien valorado y canjeable.
Sin embargo, el tema es materia de una intensa discusión. Hay quienes consideran —GAIA, Grupo ETC, Jubilee South, Marea Creciente Mexico, Fronteras Comunes, Carbon Trade Watch, Otros Mundos Chiapas— que el sistema, en sus dos modalidades: cap and trade y compensación de emisiones, es un fracaso porque da vía libre a los grandes contaminadores y no es capaz de contribuir a liberar a las economías de los combustibles fósiles.
Las emisiones de dióxido de carbono —responsables del cambio climático—, al causar la creciente acidez de los océanos y mares, afectan también la biodiversidad marina.
Una nueva declaración de alerta sobre la acidificación de las aguas marinas a causa de la penetración en ellas de dióxido de carbono (CO2) se dio en la 12ª reunión de las partes del Convenio sobre Diversidad Biológica de las Naciones Unidas —Convention on Biological Diversity (1992)—, que juntó del 6 al 17 de octubre del 2014 en la ciudad de Pyeongchang, Corea del Sur, alrededor de treinta científicos procedentes de diversas universidades y centros de investigación del mundo.
En la reunión participaron profesores, científicos e investigadores de Heriot-Watt University, Universidad de East Anglia, Universidad de Oxford y Cardiff University de Inglaterra, Enviromental Economics de Hong Kong, University of Sydney y James Cook University de Australia, University of the Ryukyus del Japón, Alfred Wegener Institute de Alemania, Universidad de Essex, Institute of Marine Research de Noruega, University of Gothenburg de Suecia, Laboratoire d’Océanographie de Villefranche en Francia y de otras instituciones de educación superior.
Los científicos afirmaron en su informe que más dos mil millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2) entran cada año a las aguas marinas alrededor del planeta, como consecuencia de lo cual la acidez de los mares ha crecido en el 26% desde los tiempos preindustriales y crecerá, en dimensiones peligrosas, hacia el futuro. El científico inglés Sebastian J. Hennige, profesor de la Heriot-Watt University de Inglaterra —quien fue el editor principal del informe—, afirmó: “cuanto más CO2 se libere de los combustibles fósiles a la atmósfera, más se disolverá en el océano”.
Dice el informe que el vínculo entre este fenómeno y las “emisiones antropogénicas de CO2 es clara, ya que en los dos últimos siglos, el océano ha absorbido una cuarta parte del CO2 emitido por las actividades humanas”.
La acidificación marítima —advierten los redactores del informe— es de una amplitud inédita y se ha producido con una rapidez jamás vista, por lo que “es inevitable que en los próximos 50 a 100 años tenga un impacto negativo a gran escala sobre los organismos y ecosistemas marinos”.
Eso se desprende, además, de los estudios y experimentos que numerosos científicos han hecho a bordo de barcos en los océanos y mares del planeta durante la primera década de este siglo.
Por eso los científicos claman por medidas urgentes para frenar la acidez de los océanos, puesto que ella daña los ecosistemas del mar, compromete su biodiversidad, altera la química de las aguas marinas, extingue algunas especies de peces y microrganismos marinos, vulnera los ecosistemas costeros y, por tanto, baja la productividad de las faenas de pesca, perjudica a las comunidades costeras que viven de los productos del mar y afecta a centenares de millones de seres humanos alrededor del planeta que dependen de los productos marinos para su alimentación.